El junior y la IA.


¿Y si todo esto del “junior” y el “senior” fue siempre una mentira?

Cada tanto me agarra esa sensación de que el mundo del desarrollo está lleno de etiquetas que ya no significan mucho. Junior, semi, senior, tres palabras que se usan como si fueran una especie de escala universal, pero que en realidad cambian según el lugar, el equipo o incluso el humor del reclutador de turno. En una startup, un “senior” puede ser alguien con dos años de experiencia que se banca todo el stack, deploya a producción y resuelve bugs en caliente mientras toma mate. En una empresa grande, ese mismo perfil capaz es “semi” o “mid” porque no pasó por la burocracia de un entorno con miles de usuarios y docenas de procesos. Nadie se pone de acuerdo, pero todos seguimos usando las mismas palabras, como si tuvieran un significado absoluto.

Los que estamos metidos en esto sabemos que la diferencia real no está en los años de experiencia, ni en la cantidad de frameworks que uno maneja. Está en qué tan bien entendés lo que hacés, en la capacidad para resolver problemas, comunicarte con el equipo, tener criterio técnico y, sobre todo, sentido común. A veces el mejor dev no es el que más sabe, sino el que sabe cuándo no tocar algo. Y eso, irónicamente, no figura en ningún CV.

La inteligencia artificial vino a dejar todo esto al descubierto. No destruyó el trabajo del desarrollador, pero sí puso un espejo enorme frente a la industria. De golpe, una herramienta puede hacer gran parte del trabajo que antes hacía un junior: generar scaffolding, armar tests, proponer estructuras de código, incluso escribir documentación. Lo hace rápido, prolijo y sin cansarse. Entonces las empresas miran los números y la cuenta es simple: para qué contratar cuatro juniors que todavía están aprendiendo, si un senior con experiencia y un buen copiloto de IA puede producir lo mismo (o más) en menos tiempo y con menos supervisión. Y, desde una mirada puramente económica, tiene sentido. Un senior no sólo sabe cómo hacer las cosas, sino también por qué. Tiene criterio, entiende el negocio, anticipa problemas. Un junior sin guía puede terminar generando más trabajo de revisión que valor real. La IA, al final, no hizo que sobren personas: hizo que sobren tareas repetitivas.

Pero eso no significa que un junior ya no tenga valor. Lo que pasa es que ese valor cambió. Antes un junior aportaba tiempo y esfuerzo. Hoy, el junior que vale es el que aprende rápido, que entiende que la IA no es competencia sino una herramienta, y que la usa para explorar, experimentar, aprender. No se trata de saber escribir código sino de entender por qué el código se escribe así, cómo se integra con el resto del sistema y qué impacto tiene en el producto. Un junior que pregunta “por qué” antes de codear vale más que uno que simplemente ejecuta. Uno que observa cómo piensa un senior, que busca entender el contexto y se mete en el negocio, tiene más futuro que el que sólo sigue tutoriales. Porque ahora el valor de un desarrollador no está tanto en el teclado, sino en la cabeza.

Hoy las empresas ya no piensan en equipos grandes, piensan en equipos eficientes. Un senior con experiencia, buena comunicación y un stack de herramientas de IA puede rendir como un pequeño equipo completo, y eso desde el punto de vista del presupuesto es irresistible. Pero esa lógica tiene un costo silencioso: si no hay juniors, no hay nadie formándose para ser el senior de mañana. En algún momento esa ecuación se rompe. Muchas compañías se están beneficiando de una generación que aprendió antes de la era IA, pero casi ninguna está invirtiendo en formar a la próxima. Y eso es peligroso, porque sin esa base, el conocimiento se empieza a evaporar. Los juniors no son sólo mano de obra barata, son la forma en que una organización siembra futuro.

La IA no se va a ir

No, la IA no va a desaparecer. No es una moda ni un hype pasajero. La IA va a seguir creciendo, adaptándose y mejorando a medida que el mercado le encuentre nuevos usos. ¿Por qué? Porque es rentable. Las empresas que desarrollan herramientas de inteligencia artificial están viendo una demanda enorme, y eso significa una sola cosa: el valor que generan es alto, tangible y medible. Mientras una tecnología sea redituable, la inversión en ella no solo va a continuar, sino que se va a acelerar.

Desde adentro del desarrollo, esto se siente como una nueva etapa natural en la evolución del oficio. Si lo pensamos en perspectiva, pasamos del desarrollo tradicional al desarrollo ágil, y ahora a algo que podríamos llamar desarrollo asistido por IA. Es una especie de siguiente paso lógico, donde la entrega de valor es continua, mucho más veloz y con ciclos que se achican al punto de que la fase de implementación —que antes era la más extensa— ahora se resuelve en cuestión de horas.

El cambio más grande no está en la herramienta, sino en la dinámica del proceso. La IA no reemplaza la creatividad ni el criterio, pero sí reordena el flujo: automatiza lo mecánico, acelera lo predecible y nos obliga a concentrarnos en lo conceptual. Las metodologías ágiles ya apuntaban a reducir fricciones entre idea y entrega; la IA directamente las borra. Eso exige una mentalidad distinta, más estratégica, más enfocada en el “qué” y el “por qué”, no solo en el “cómo”.

Por eso, resistirse a la IA es como negarse al control de versiones en su momento: podés hacerlo, pero el mundo igual va a seguir adelante. Lo inteligente es adaptarse, aprender a usarla con criterio y entender en qué parte del proceso sigue siendo indispensable el pensamiento humano.

Concluyo entonces

Hoy un junior no puede darse el lujo de ser solo alguien que copia y pega soluciones o que se paraliza ante un error. Esa etapa se terminó. Ser junior hoy es demostrar capacidad de crecimiento, tener criterio, saber priorizar, y sobre todo, ser pragmático. El código ya no es la parte difícil, lo difícil es entender qué conviene construir, cómo hacerlo más simple y qué decisiones tienen impacto real. Un buen junior no es el que más pregunta, sino el que sabe cuándo preguntar, cómo hacerlo y qué probar antes de hacerlo. La diferencia entre alguien que recién arranca y alguien con experiencia ya no pasa por los años, pasa por la mentalidad.

Y en esa transición, se está cayendo una parte del teatro de los últimos años: el negocio de la formación exprés. Durante mucho tiempo se vendió la idea de que aprender a programar era el nuevo oro, que bastaba con hacer un bootcamp de tres meses para conseguir un trabajo bien pago y “entrar a la industria”. Pero ese oro se convirtió en plátano. El mercado se saturó, la IA automatizó lo que antes era un diferencial, y de a poco todo ese ecosistema educativo empieza a mostrar sus grietas. Ya no alcanza con vender el sueño, ahora hay que enseñar a pensar, a entender sistemas, a aprender de verdad. Y eso no se logra en diez semanas.

Lo que viene es un ajuste natural. Las empresas van a dejar de buscar juniors “listos para trabajar” (esa contradicción absurda) y van a empezar a buscar gente con hambre de crecer, con criterio propio y con una base sólida de pensamiento técnico. La formación dejará de ser un producto y volverá a ser un proceso. Quedarán los que realmente enseñan, los que acompañan, los que entienden que formar talento no es negocio a corto plazo, sino inversión a largo plazo.

En el fondo, todo esto no es el fin de los juniors, ni de los seniors, ni de la profesión. Es simplemente el fin de la ilusión de que se podía entrar corriendo, apretar botones y triunfar. El mercado se va a reajustar, y los que se mantengan curiosos, pragmáticos y con ganas de entender cómo funcionan las cosas, van a tener más espacio que nunca. Porque cuando el ruido baje y el humo se disipe, lo que va a seguir valiendo no es cuántas líneas escribís, sino cuánto sentido tiene lo que construís.